Poco saben que la caída del Muro de Berlín diezmó la población de gatos en Cuba. Es una consecuencia que, en un futuro, estudiaremos en historia. Por ahora, basta con ver La Muerte del gato, un cortometraje que Lilo Vilaplana concibió acerca de ese fenómeno que alteró el equilibrio biológico nacional.
Tres amigos planean en un solar de Centro Habana (con sus ruinas y su decadencia) la cacería del gato de su vecina para asarlo entre tragos de ron peleón y los dolores de una vida que sobrellevan a duras penas. Es un drama cotidiano que dura ya más de medio siglo en Cuba, y que a Lilo Vilaplana le han bastado 27 minutos para contarlo.
Pero aún más, lleno de matices psicológicos y una carga existencial que carcome a sus tres protagonistas, La Muerte del gato bucea sobre esas tres existencias miserables en las aguas turbia y escabrosas de una sociedad tan deteriora como los escenarios en donde se desarrolla la trama.
Hay un sorpresa final. Todo fue filmado en el colonial barrio de La Candelaria, en Bogotá, una ciudad donde Lilo lleva años dirigiendo televisión (es célebre en EEUU y Latinoamérica la serie El Capo, que dirigió para la cadena Mundo Fox). Sólo conversando con él, es posible concebir de qué modo ingenioso pudieron reproducir en La Candelaria, las calles, los pisos, los solares populosos de La Habana, los detalles en las botellas de ron cubano y todo lo que se ve en el filme, de modo tal que nadie podría imaginarse que esas imágenes legítimamente habaneras, se hicieran tan lejos de la isla. La maestría de Vilaplana tiene, además, la curiosidad del relojero, esa paciencia de observar con cautela los detalles y reacomodarlo todo para que no falle, en 27 minutos de película, ni el más mínimo instante por donde pase de soslayo la cámara.
Pero Lilo tuvo la suerte de su lado. Paralelamente a su trabajo de dirección, logró reunir a un equipo de actores exclusivos. Alberto Pujol, Jorge Perugorría, Bárbaro Marín y Coralita Veloz terminan por garantizar el éxito de este cortometraje y la categoría que le ha otorgado la crítica (participó en el Festival de Cannes preseleccionado para su exhibición). Los roles de Pujol, Perugorría y Marín, como Raúl, Camilo y Armando, los tres amigos cazadores que sostienen el cuento, exigió de ellos meter en tan corto tiempo una complejidad psicológica que sólo actores de ese calibre pueden hacerlo.
Coralita, con un papel menor (la vecina dueña del gato y presidenta del CDR) no deja de colocarse en esa categoría. Es increíble cómo el supense de la cacería del gato vecino, impulsada por el hambre en Cuba en los finales de los 80 y en venganza a las delaciones políticas de la presidenta del CDR, puede interpretarse como un curioso complot para el asesinato, rifle en mano, capaz de generar especulaciones peligrosas antes de que se evidencien las razones reales. Es un juego de claves y ocultamientos logrado por una base sustantiva: el guión que sobre el cuento escrito y publicado por el mismo Vilaplana, hicieron su autor y Alberto Pujol.
Hay guiños para lecturas cómplices, no es posible ignorar la costumbre de sus protagonistas de colocar al revés una foto de Fidel cada vez que la realidad caótica cubana los castigues (como los apagones, por ejemplo), o la escena de la botella de ron comprada en el mercado negro. Vilaplana no deja pasar una ocasión propicia para apuntalar la inhabilitad sostenida de un régimen político que desangra su país.
Con un final que sorprende aunque, en medio de vicisitudes cotidianas y con personajes que cargan con sus propias tragedias de espanto, no sería difícil de comprender que la actitud del amigo peor (con una gran actuación de Pujol) tome el camino definitivo. Cerrando de este modo y bajo la lógica más socorrida de la realidad cubana, un filme que permanecerá en la filmografía mayor de la isla y que Lilo Vilaplana dedicó a Angel Santiesteban, un escritor que languidece en la cárceles de Cuba por su pensamiento y su palabra que honran la libertad.
Por Luis G. Ruisánchez
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